III – Rumania o Emil y Xaver
- Escritora MC
- 3 jul 2023
- 3 Min. de lectura
Caminamos por las callecitas de Sighisoara un martes de tarde lluviosa y fría. Acompañando a un escritor que jugaba a ser detective para contar una historia de amor, leímos el que tal vez sería el hilo de Twitter más largo de nuestras vidas.
Mientras la lluvia caía y Astor se quejaba, te correteaba por la casa, celular en mano, contándote cómo se amaron Emil y Xaver. Un barrio medieval, una Primera Guerra Mundial y una revelación obvia que pedía a gritos ser puesta en palabras.
Todas las historias de amor tienen algo de otra historia de amor, estoy segura. Porque cuando se está en presencia del amor sano y crudo, da lo mismo que haya ocurrido hace cien años o seis: es fácil de notar.
Tiene la característica de la resistencia – no de “resistir” al otro, sino a los otros, los de afuera –, de la tolerancia, de la paciencia. Tiene la característica de sobrevivir a la adversidad de sus tiempos y al tiempo mismo. El amor, cuando es el de verdad, perdura y excede los cuerpos.
Debo detenerme aquí para contarte qué cosa de la historia de esos soldados rumanos hay en nuestra historia, a medio mundo de distancia y un siglo después.
En el momento en que leía en voz alta la carta que Xaver le escribió a Emil, tuve que hacer una pausa. Pausa para llorar. Pausa para desenredar el nudo de la garganta. Varias pausas. Vi a Emil haciendo un esfuerzo sobrehumano para levantarse de su cama, con su dolor, y acercarse a la ventana a decirle, hecho sombra, a quien lo esperaba, que el amor lo había llevado hasta allí. Y esa presencia fue tan fuertemente significativa para Xaver que sintió la necesidad de inmortalizarla en una imagen.
Una tarde, hace unos años, cuando me desperté en una clínica, no pudiendo soportar el dolor en el cuerpo y en el alma, te vi. Estabas sentado en una silla, al lado de mi cama, hecho sombra. Recuerdo tu camisa rallada. Había mucho cansancio en tu cuerpo y mucha tristeza en tus ojos, pero estabas ahí. Y tu presencia fue tan fuertemente significativa que sentí la necesidad de inmortalizarla en una imagen: te saqué una foto. Aún la conservo.
De vez en cuando me cruzo con ella. Y no pude evitar recordarla al imaginarme a Xaver pincelando una silueta disimulada por la cortina. Él y yo necesitamos retener ese momento en algo más que nuestra memoria.
Pero, ¿por qué?, ¿por qué alguien querría guardar para siempre un momento tan triste? Bueno, sucede que “ese” momento fue hermoso. Es verdad que no hablo de la hermosura a la que estamos acostumbrados, la de la kalokagathias con la que siempre te molesto.
Hablo de haber entendido que es necesario aprender a descubrir la belleza en los momentos de dolor. Des - espacio - cubrirla. Quitarle las capas de lúgubre oscuridad que la aplastan. Sacarla a la luz.
Ahí estabas vos, como Emil. Haciendo un esfuerzo enorme por amor. Diciéndome “acá estoy”. Y yo, pintándote en una foto, sentí cómo se remendaba un pedacito de mi alma, esa que se había ido partiendo a lo largo de una semana interminable. ¿Cómo no va a haber belleza en esa sensación de que una partecita de mí, por mínima que fuera, volvía a su lugar gracias a tu presencia?
En el momento más espantoso de nuestras vidas, fuiste mi columna vertebral, mi fuerza y mi voluntad. Te preocupaste por mí, como si todo el horror que habíamos vivido no te hubiese atravesado, aunque estaba ahí, en tus ojos.
Fuiste el primer ladrillo que se coloca después de que la ciudad ha sido devastada por las bombas. Fuiste la fuente de la que emana la esperanza de que exista la reconstrucción. Aunque lleve tiempo. A diferencia de nuestros soldados, lo único que murió esa noche en la habitación, fue la desolación. Porque estabas ahí dispuesto a levantar conmigo cada escombro de lo que habíamos sido para ya nunca volver a ser los mismos.
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