Fogata
- Escritora MC
- 26 sept 2023
- 3 Min. de lectura
El pasto estaba verde. Nunca un verano había sido tan lluvioso, como si la tierra supiera que sólo su humedad aseguraría que la ira irracional no convirtiera todo en cenizas.
Con la misma desorganización con la que toda la vida había manejado sus vínculos emocionales, entró a la habitación y tomó la mayor cantidad de cosas que pudo. Sin mirar. Sólo amontonaba cosas, una sobre otra, y las presionaba contra su brazo o su pecho para que nada cayera al piso.
Giró, salió al patio de pasto verde y, entonces sí, prestó atención a cada cosa que iba arrojando al suelo.
"Danza con lobos". Si hubiese invertido un poco de su inexistente tiempo para leerlo, hubiera comprendido cuánto nos cambia estar en el lugar del otro... leer, tal vez, la hubiese convertido en protectora de lo que alguna vez atacó, y esta historia no existiría.
"El padrino". Seguramente se hubiese sentido Don Corleone, cuando sólo la habitaba un Santino dominado por su ira, sin visión para los acuerdos, sin capacidad de negociación, consumido por la errónea convicción de ser exactamente lo que su padre imaginaba en un hijo.
"Romeo y Julieta". No viene al caso hablar de amor. Pero, ¡cómo hubiese hecho propia la tragedia!
Cada una de las hojas de ese cuadernillo anillado que la ingrata llenaba con palabras, con canciones que la mantenían a flote, con colores que evitaban la caída en la oscuridad, con amor... Todo al piso.
Volvió a entrar y repitió el proceso. Arrancó de la pared fotos, frases, recuerdos. Los apretaba entre sus manos con fuerza, para que se hicieran chiquitos, como se sentía ella ante la impotencia de no poder imponer un castigo.
De nuevo en el patio, todo al piso. Un par de CDs con sus canciones favoritas y los cassettes que sobrevivían el paso del tiempo, pero que no pasarían la prueba a continuación. Las lapiceras. Los lápices.
De regreso en la habitación, amontonó en el frío cerámico la ropa que quedaba. Abrió cada cajón y lo dio vuelta sobre esa montaña de restos de alguien más. Se agachó con los brazos extendidos y abrazó la montaña: pateando lo que iba cayendo en el camino, llevó todo al patio.
Una gran pila de "cosas de ella" ocupaba el centro del espacio al aire libre. Nada discriminó. Se detuvo unos minutos a contemplar lo que había construido, no sé si para evaluar la posibilidad de abortar la misión o si para regocijarse en su imponente venganza. Pero, pasados esos minutos, volvió a entrar.
Esta vez fue a la cocina y buscó los fósforos. Agitó la caja para que el ruido le asegurase que tenía material de trabajo. Volvió afuera. Los primeros fósforos cayeron sobre los libros, los lastimaron pero la llama no avivaba. Es increíble cómo las palabras se resisten a la extinción.
Los próximos fósforos fueron a la ropa. La tela, más boba, al igual que las emociones guiadas por el ego, arde con facilidad. Y la fogata, ardió. La tierra, húmeda, tranquila, aseguró que el fuego dibujara en el pasto la base de la montaña, pero no le permitió ir más allá, y la casa, construida en el amor, estuvo a salvo.
Sin embargo, aunque vueltas cenizas sus cosas, ella no se extinguió y la vio cruzar la puerta de su casa unos meses después. En otoño. Un día gris. Y la vio volverse lava cuando, a través del vidrio sucio, alcanzó a ver el círculo negro en el patio y confirmó que una parte de su niñez y su adolescencia había sido incinerada.
Una lava que, primero, oscureció el paisaje con ceniza y suelos negros pero, después, pasado el tiempo suficiente, se convirtió en horizonte verde, se llenó de flores, amó la vida y que, al igual que el pasto verde de aquel verano, no permitió que el fuego extinguiera nada más.
No somos nuestras cosas. No somos lo que poseemos. Somos todo lo que queda de nosotros cuando nos quitan lo que creemos que nos da identidad. Somos lo que construimos después de que el fuego de la ira, todo lo extermina.
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