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Neurodivergencias para muchos, diagnósticos para pocos

  • Foto del escritor: Escritora MC
    Escritora MC
  • 15 abr
  • 3 Min. de lectura

Vivo en un pueblo de 5000 habitantes. En la puerta de uno de sus colegios somos tres mamás con hijos neurodivergentes, pero sólo el mío tiene un diagnóstico y recibe tratamiento.

Si no tienen diagnóstico, ¿por qué digo que los chicos son neurodivergentes? Hablamos hace más de un año y, hace más de un año, ellas saben que sus hijos se están desarrollando diferente al resto de los niños. Presentan estereotipias que se profundizan con el pasar del tiempo, no pueden quedarse quietos, se desregulan con los cambios de la vida cotidiana, tienen una híper-fijación con algunas cosas de su interés, no han desarrollado lenguaje, pocas veces responden a sus nombres, y una larga lista de etcéteras.

Yo soy completamente incapaz de sugerir un diagnóstico puntual, pero sí sugerí y sigo sugiriendo una visita a un especialista. El tema aquí es que esas madres no pueden pagar una consulta particular y la salud pública, hace más de un año, las viene reboleando de acá para allá sin definir absolutamente nada.

A una de ellas le indicaron hacer el test para saber si su pequeño tiene autismo: $300.000. Ese es el costo sólo del test. Así que decidió no hacerlo. Si no pueden pagar una consulta particular al médico, ¿qué nos hace creer que puede juntar ese monto para un test?

De acá se desprenden varias cuestiones:

  • Primero, lo más importante, el tiempo vital de terapias que están perdiendo esos niños. Cuanto antes esté realizado el diagnóstico, más tiempo hay de aprovechar la plasticidad neuronal de los chicos para trabajar ciertas conductas, algunas selectividades alimentarias y muchísimas áreas relacionadas con lo cognitivo y su desarrollo. Nada de eso se está haciendo. Cuanto más tarden en obtener ese diagnóstico, más difícil será abordar la situación.

  • Segundo, el estado ausente, un estado que todo lo rompe, todo lo encarece y luego, nos echa en cara que no nos hacemos cargo de nuestros hijos, que nos dice que no puede cubrir a las personas con discapacidad, que son un gasto porque son muchas pero en realidad todas truchas... y así dejan a la deriva a familias completas que apenas pueden lidiar con los desafíos de un diagnóstico evidente pero no formalizado.

  • Tercero, la subrepresentación de las personas con discapacidad. En un pueblo de 5000 habitantes, en la puerta de sólo un jardín de infantes, somos tres madres con hijos neurodivergentes (que sepamos) pero, formalmente, sólo se cuenta el mío. Presten atención: ¿cuántas personas neurodivergentes hay a su alrededor? ¿Cuántas tienen diagnóstico y Certificado de Discapacidad? Nos bombardean con noticias de "discapacitados falsos" y nos dicen que son muchos menos que los que se censan, pero la realidad es que cuando uno mira sin la maldad del recorte, es totalmente evidente que hay muchos más.

  • Cuarto, el abandono. Para quienes están diagnosticados, todo es una lucha. Cada estudio, cada autorización, cada cambio de medicación... todo. Imagínense para quienes no lo están. Imaginen una vida en la discapacidad sin recursos económicos, sin obra social que cubra terapias, medicamentos o consultas. Dejamos tiradas a esas personas. Les damos la espalda. "No podemos con todo", nos dicen. Lo entiendo. Si no pueden con todo, empiecen por lo importante: ocuparse de los más vulnerables.

  • Quinto, la escuela. No importa cuánto esfuerzo, cuántas ganas y cuánto amor le ponga la seño o la directora del colegio a la escolarización de los chicos no diagnosticados: si no hay un diagnóstico, esos niños no reciben terapias, no tienen abordajes adaptados, los docentes no tienen herramientas puntuales para trabajar con ellos en el aula, no hay acompañantes terapéuticos... no hay posibilidad. Los docentes no pueden ser los artesanos de lo posible. Necesitamos darles algo con qué trabajar porque, al final, los únicos que quedan realmente expuestos y sometidos a la opinión pública son ellos, que hacen lo que pueden, adivinando diagnósticos.

Esto es sólo una reflexión, con la que los invito a repensar lo que vemos, lo que escuchamos y lo que repetimos. Es un llamado a que dejemos de justificar lo injustificable. A que pensemos antes de hablar. A que aprendamos a escuchar a los demás, sin prejuicios. A que nos pongamos en el lugar del otro, aunque después vayamos a casa a lidiar sólo con lo nuestro. A que cuando veamos a las familias reclamando por los derechos de las personas con discapacidad, no aplaudamos la represión ni el patoterismo.

Es imperativo que volvamos a ser humanos, a sentir humanos, a ver humanos. No es tarde.




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