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Ana

  • Foto del escritor: Escritora MC
    Escritora MC
  • 1 jul 2023
  • 2 Min. de lectura


La luz dorada del sol en el horizonte entraba casi en línea recta por la ventana de la cocina. Sobre la mesada, unos tomates que las chicas arrancaron de la huerta más temprano, cuando se cansaron de saltar la soga, y la tabla de picar. En la mano, el cuchillo para quitar la piel de los tomates, heredado de la abuela. En la cintura siempre el mismo delantal.

A contraluz, las sombras alargadas de las chicas corriendo de acá para allá y de las ramas apenas movidas por la brisa, se colaban por la ventana y dibujaban una especie de fuego amarillo y naranja, pronto rojo, sobre la pared a mis espaldas. Aún no había necesidad de encender la luz.

La técnica de la abuela siempre fue infalible. Infalible para sacar la piel de los tomates pero también para abstraerse del mundo. Unos pocos minutos en los que la cabeza no pensaba en nada, los ojos no veían nada y los oídos no escuchaban nada; en los que el cuerpo no pesaba nada y las piernas nada sostenían.

Y, de golpe, un "¡Mamá!" seco y demandante me volvió los pies a la tierra. "¡Mamá, es Ana! Se va a tirar otra vez". Ana. No la vi a ella ni a su sombra cuando clavé los ojos en la ventana. Demasiado sol en el horizonte. Apoyé el cuchillo sobre el borde del delantal a la altura de la cintura y le di una vuelta para no cortarme, mientras apretaba cada vez más los párpados para encontrarla. "Está en el árbol", me dijo su hermanita.

Apuré los pasos hacia el patio y grité su nombre, no podría contar cuántas veces. Me paré debajo de la rama en la que Ana estaba sentada y le pedí, casi amablemente, que bajara. Que se iba a lastimar, argumenté. Que se podía hacer mal. Después levanté un poco la voz y al final terminé sentenciando que era suficiente, que la comida esperaba. "Bajá, te vas a caer, te podés quebrar".

Miró hacia abajo, sonrió, el pelo suelto se le pegaba en la cara y en el cuello, pude ver algo extraño en su garganta. ”No te preocupes mami, me respondió. Esta vez mis pies no van a tocar el suelo". Abalanzó su cuerpo hacia adelante y extendí mis brazos, girando mí cabeza, para amortiguar el golpe, pero el golpe nunca llegó.

Sobre la pared de la cocina, como una pintura viviente, la sombra de su cuerpo mecido por la brisa, a contraluz de los haces naranjas y rojizos, dibujó las primeras llamas del infierno eterno de haberla perdido para siempre.


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